Fantasmas

Era un día precioso cuando Sergio, de nueve años de edad, se cayó de cabeza desde lo alto de un tobogán. Durmió durante diez meses, y cuando despertó, sus padres lloraron de alegría por tenerle de vuelta. Pero su vista parecía trastocada y, según los médicos, sólo el tiempo diría si los daños serían permanentes o pasajeros.

Al principio, la luz se mezclaba en su cabeza como si la mano de alguien emborronara el óleo de un cuadro recién pintado, y no podía enfocar. Ya entonces tenía un problema para identificar correctamente las figuras, porque, según él, percibía más cosas de las que había en una habitación. Lejos de preocuparse, los médicos quitaron importancia al asunto a pesar de que, cuanto más se recuperaba la vista de Sergio, más incapaz se encontraba el niño de distinguir las supuestas ensoñaciones de la realidad.

Dos semanas después, abrió los ojos en mitad de la noche y fue incapaz de creerse lo que se desplegaba ante sus ojos. Gritó y gritó hasta que una enfermera vino a atenderle, y más tarde un neurólogo vino a ratificar que no le pasaba nada. Sin embargo, Sergio no quiso abrir los ojos de nuevo.

El asunto se prolongó durante todo un mes, hasta que por fin, con toda la familia delante suplicándole, Sergio accedió a despegar los párpados. Y ellos seguían allí, como la primera vez que los viera: había fantasmas, millones de ellos, perfectamente definidos y superpuestos sin llegar a mezclarse, formando una migraña visual donde en apenas medio metro podían congregarse hasta un millar de apariciones.

Los espectros pertenecían a todo ser vivo que hubiera habitado en ese lugar desde el inicio de los tiempos: trilobites, dinosaurios, árboles, helechos y homínidos compartían espacio con homo sapiens desde el neolítico hasta pacientes fallecidos en el hospital ese mismo año. Para su desgracia, Sergio no podía dejar de verlos.

Así que, cuando pudo volver a casa, Sergio parecía ciego porque la densidad de fantasmas era tal, que era imposible apreciar cualquier otro detalle de la vida real. Practicó para comprobar si había cualquier resquicio de la realidad al que aferrarse, pero le fue imposible y la cosa terminó con la admisión de su derrota.

Han pasado quince años, y a veces Sergio se atreve a ir con los ojos abiertos por la calle. La gente mira su bastón y luego sus ojos, y les decepciona no encontrar la mirada perdida, los ojos mortecinos, de un auténtico ciego. Quiere contestarles pero se calla, sabiendo que nadie le creería si le explicara que, efectivamente, no está ciego, sino que ve demasiado.

Algunas noches encuentra un parco consuelo en el hecho de que, tarde o temprano, todos los que le critican le mirarán desde el otro lado, hasta que él se una a la multitud. Y a veces, antes de dormir, les dice (sólo por si alguno de sus ofensores pudieran escucharle): “Quise advertiros”.

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